Seguro que a todos nos pasa que nos planteamos si entrar a ver un museo o un lugar turístico según el precio de la entrada. Por algunos lugares pagaremos sin mirar el coste, pero por otros seguro que nos lo pensamos y mucho. Pero ¿cuál es el precio justo? ¿Cuándo empieza a resultar caro? Como todo, depende.
Sin embargo, estas últimas semanas me vuelvo a reafirmar en la idea de que en cuanto cruzamos la frontera, los precios de las entradas se encarecen... y de qué manera. Por poner un ejemplo: la Galería Uffizi de Florencia: 15€; el Museo Van Gogh: 14€; Palacio Ducal de Venecia: 16€; frente a los 7€ del museo del Prado y los 8€ del Thyssen. Y me pregunto, ¿será porque en España lo vemos todo caro, porque no valoramos lo que tenemos, porque es la única manera de animar al público o porque en otros países abusan del tirón turístico para poner un importe desorbitado?
La respuesta es SÍ, merece la pena.
Al final, la cola va rápida y la espera no es tanto como parece. Una vez dentro no dejas de quedarte boquiabierto ante cada rincón. Desde la escalera de acceso, una serpiente de madera que te acompaña sinuosamente a la planta principal. El salón, con su chimenea en forma de seta (y dos bancos al lado, uno para la pareja de enamorados y otro, para la carabina que miraba por la decencia y el buen comportamiento del caballero), las paredes de arenisca curvilíneas dibujando trazos de la naturaleza, el trabajo de marquetería y las vidrieras emplomadas polícromas.
Sin embargo, estas últimas semanas me vuelvo a reafirmar en la idea de que en cuanto cruzamos la frontera, los precios de las entradas se encarecen... y de qué manera. Por poner un ejemplo: la Galería Uffizi de Florencia: 15€; el Museo Van Gogh: 14€; Palacio Ducal de Venecia: 16€; frente a los 7€ del museo del Prado y los 8€ del Thyssen. Y me pregunto, ¿será porque en España lo vemos todo caro, porque no valoramos lo que tenemos, porque es la única manera de animar al público o porque en otros países abusan del tirón turístico para poner un importe desorbitado?
Todo esto viene a que hace unos días estuve en Barcelona y cuando quise entrar a la casa Batlló el letrero decía "17 euros". Al principio me pareció no caro, carísimo. Te planteas si entrar o no, si hacer la enorme cola para comprar la entrada, cuánto durará la visita, qué salas están abiertas al público... Vamos, si merece la pena pagar 17 euros por ver el edificio.
La respuesta es SÍ, merece la pena.
Al final, la cola va rápida y la espera no es tanto como parece. Una vez dentro no dejas de quedarte boquiabierto ante cada rincón. Desde la escalera de acceso, una serpiente de madera que te acompaña sinuosamente a la planta principal. El salón, con su chimenea en forma de seta (y dos bancos al lado, uno para la pareja de enamorados y otro, para la carabina que miraba por la decencia y el buen comportamiento del caballero), las paredes de arenisca curvilíneas dibujando trazos de la naturaleza, el trabajo de marquetería y las vidrieras emplomadas polícromas.
Si ascendemos hacia la azotea podemos maravillarnos ante el estudio de ergonomía que ya realizó Antoni Gaudí en 1904. La barandilla, al igual que el mobiliario que diseñó para la casa, se adapta perfectamente a la mano para que el esfuerzo no impida disfrutar de la cerámica. El color de las baldosas juega con los tonos grises y azules según la incidencia del sol. A más sol, tonos oscuros; en los pisos bajos, tonos claros, casi blancos. Lo mismo sucede con las ventanas: pequeñas ventanas en los pisos altos, amplios ventanales, en los bajos.
Y por fin, la azotea. Un dragón de cerámica multicolor espera al visitante para terminar de deslumbrarle.
La casa Batlló es una casa construída en 1875. En 1904 Gaudí recibe el encargo de José Batlló Casanovas de reformar el edificio. El empresario le dio libertad absoluta para su obra. Con su genio e imaginación, Gaudí consiguió convertir una típica casa barcelonesa en el símbolo del modernismo español.
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