Como os he contado en otra entrada, tras visitar Beaune me dirigí a Dijon. Fue un viaje corto porque se encuentra a veinte minutos en tren. Me habían dicho que era una ciudad que no merecía la pena. Pero iba tan emocionada tras descubrir Beaune que sabía que a poco que me ofreciera la ciudad, ya habría merecido la pena el viaje hasta ahí.
Es cierto que para ser una ciudad grande no ofrece infinidad de atracciones. Pero merece la pena una parada y dedicarle unas horas.
Es la cuarta ciudad más visitada por los franceses y cuenta con un patrimonio arquitectónico excepcional, en el que se mezclan construcciones medievales con palacios góticos y renacentistas.
La lechuza (chouette) es el símbolo de la ciudad. Aunque su vestigio original es la figura que se encuentra en la catedral de San Benigno, la encontrarás por todas partes indicándote la dirección para ver los puntos más interesantes de la ciudad. Así, siguiendo la ruta de la lechuza que ha creado el ayuntamiento de Dijon, el turista puede recorrer la ciudad sin miedo a perderse ningún punto turístico.
Aunque, sin duda, la imagen que guardo de esta ciudad son sus casas entramadas, como las de las calles Verrerie o Chaudronnerie.
Y cómo no, el producto estrella de la ciudad ( y que asalta al visitante cada dos pasos que da): la mostaza.
Producida desde el siglo XIV, la variedad de Dijon alcanzó fama por su sabor ácido y picante y por ser la primera en prepararse como una pasta, tal como la conocemos ahora. La podemos encontrar de muchos sabores (queso azul, nuez, coñac, etc), pero una de las más célebres es la de grosella.
El cierre perfecto de este viaje sería una ruta por los viñedos de la zona, descubriendo sus bodegas y disfrutando de una denominación que busca ser declarada Patrimonio de la Humanidad.