Y al séptimo día lo tuve delante de mí.
Podría contar muchas historias del viaje que hice por Egipto. Podría hablaros de las extenuantes visitas turísticas, de los horarios diseñados contra el incauto visitante, del calor, de los imponentes templos, de los capiteles con la efigie de la diosa Hator, de los bloques de piedra con los que construyeron las pirámides… Podría hablaros de tantas cosas…
Y sin embargo, quiero recordar un instante. Sólo eso.
¿Cuánto duró? ¿Diez minutos? Quince, a lo sumo. No más.
Estábamos ya en los últimos días de nuestro viaje. Siete días navegando entre el Egipto antiguo, el de los papiros y las piedras talladas, el del clero de cabeza rapada y el del pueblo que espera la crecida del Nilo que traerá riqueza al país, y el Egipto moderno, sucio y decrépito, en el que los vendedores se abalanzan sobre los turistas por conseguir un euro. Siete días que habían dado mucho de sí. Amón, Seth, Amenhotep, Macatep, Osiris, Hatsepsut, Ramsés, Moheb… Sólo faltaba él.
No es tan inusual que le dedicara tan breve tiempo. Más teniendo en cuenta el cansancio acumulado, físico por los días previos y mental por la cantidad de información que se iba filtrando. Quizá por eso mismo el impacto de su imagen fue mayor.
Pues eso, que después de varias horas recorriendo los pasillos del Museo Egipcio de El Cairo, levanté la vista y allí estaba. La sala dedicada a él: Akenatón. Y pensar que estábamos a punto de irnos…
Entramos como locos, haciendo un último esfuerzo. Su efigie, predominando la estancia, nos devolvió una mirada serena y elegante; dulce y firme a la vez.
Su sala no tiene la colección y la majestuosidad de otras. Es casi una capilla en su honor y en el de su principal esposa, Nefertiti. Sin embargo, se respira una energía especial. ¿O quizá era tan solo mi emoción?
Su figura despierta en mí incertidumbre, admiración, curiosidad e incredulidad. Hijo del faraón Amenhotep III, recibió al nacer el nombre del padre. Por los pocos datos que se han encontrado de su figura, parece que fue un niño muy especial. Especial en cuanto a diferente. Enfermizo, de aspecto andrógino, soñador, desde luego ni era el primogénito ni estaba llamado a ser faraón. Sin embargo, tras la muerte prematura de su hermano mayor, tuvo que hacerse cargo del país. Akenatón era un hombre creado para la música, la poesía, la belleza, el amor y el sol. No para la política, la economía y los enredos palaciegos.
Muchos lo tacharon de loco e incompetente. Nadie apostaba que ese ser extraño, que decía tener delirios místicos, casi deforme y débil fuese capaz de manejar un país. Y de repente el nuevo faraón se muestra férreo. Pretendió sustituir toda la corte de dioses del imaginario egipcio por un dios único: Atón, representado por el disco solar. Cambió su nombre por Akenatón, “servidor de Atón”, construyó la ciudad de Aketatón, relegó del poder a los sacerdotes de Amón y consignó su vida a crear un mundo donde el amor fuese la ley principal y la paz su inseparable compañera.
No hace falta decir que, entonces, al igual que ahora, las luchas políticas y religiosas, los poderes en la sombra y los intereses no tan ocultos impidieron que su obra se llevara a cabo. ¿Pero, qué hubiese pasado? Poco se sabe. A su muerte, su nombre, efigie, filosofía, credo e incluso la ciudad que él diseñó fueron destruidos y borrados del recuerdo.
Durante esos diez, quince minutos ante su estatua, mi mente recordaba su historia y él sonreía. ¿Loco o idealista? Quién sabe. Sin duda, un héroe condenado al fracaso.